Continuidad o cambio en Alemania?
Independientemente de lo que voten los alemanes el 22 de septiembre, la actitud de Berlín respecto a la UE no va a cambiar gran cosa. Los socialdemócratas, en la oposición, pedirán algo menos de austeridad para el sur de Europa, pero por lo demás respaldarán la mayor parte de las políticas de la canciller Angela Merkel. No obstante y al margen de las elecciones, la política alemana respecto a la Unión está evolucionando en varios aspectos importantes.
Alemania está haciendo un nuevo esfuerzo para revivir su maltrecha relación con Francia. Está dando pasos hacia el consenso sobre la plena unión bancaria, incluido un régimen de resolución, aunque, por ahora, no en términos aceptables para la mayoría de sus socios. Reconoce -con cierto pesar- que no va a haber una revisión significativa de los tratados de la UE en los próximos años. Y cada vez se muestra más crítica con la Comisión Europea y el Parlamento.
Las grandes decisiones estratégicas sobre Alemania y la Unión Europea las toman políticos como Guido Westerwelle, ministro de Exteriores, Wolfgang Schäuble, ministro de Economía, y, sobre todo, Merkel. Pero los miembros fundamentales de las oficinas de la canciller y los dos Ministerios tienen enorme influencia en las decisiones sobre Europa. No es extraño, dado que, a diferencia de la mayoría de los políticos, ellos sí entienden al detalle cómo funcionan los mecanismos internos de la UE.
Estos funcionarios ven el euro con más tranquilidad que hace seis meses. Creen que los ligeros progresos logrados en Irlanda, Portugal y España justifican su insistencia en la austeridad para esos países. Consideran que Grecia no tiene remedio, pero es demasiado pequeño para poner en peligro la supervivencia de la moneda única. Italia es una preocupación mucho más grave, porque da la impresión de que su sistema político hace que sean imposibles las reformas económicas estructurales.
En cuanto a las Operaciones Monetarias Directas (OMT por sus siglas en inglés) -el programa de compra de deuda dado a conocer hace un año por el Banco Central Europeo (BCE), que reduciría el coste del endeudamiento para los países del sur de Europa-, debería ser “un bazooka guardado en el armario”, según un funcionario. Si alguna vez llegara a utilizarse, podría verse amenazada la independencia del BCE, porque los políticos le presionarían para que lo utilizara con el fin de alcanzar una prima determinada en un país concreto. ¿Y qué haría el BCE si, después de poner en marcha un programa de OMT, su beneficiario interrumpiera las reformas? Ese funcionario cree que, si un país aplica las políticas apropiadas, como ha hecho España en los últimos tiempos, no necesita OMT. Y si un país sigue políticas equivocadas, las OMT no pueden salvarlo.
Este otoño, el Tribunal Constitucional alemán, con sede en Karlsruhe, fallará sobre la legalidad de las OMT. En Berlín opinan que no es probable que las prohíba, pero que sí fijará condiciones para su aplicación.
Las autoridades alemanas consideran que Francia, a diferencia de Italia, sí es capaz de hacer reformas. Sin embargo, en su primer año como presidente, François Hollande consiguió enfadarles, porque intentó aliarse con los dirigentes españoles e italianos para enfrentarse a Merkel en las cumbres e hizo muy poco para revitalizar la economía francesa. Los alemanes hablaban de avanzar sin tener en cuenta a París. Los franceses pensaban que los alemanes mantenían un tono de superioridad.
Este verano, sin embargo, la atmósfera entre París y Berlín ha experimentado una ligera mejoría. Los alemanes han comprendido que no pueden dirigir Europa sin ayuda. Dicen que se han dado cuenta de que amonestar a los franceses no va a convencerles de que hagan las reformas necesarias. La única posibilidad de que lo hagan, piensan, es que se sientan socios en igualdad de condiciones de los alemanes. Por su parte, Hollande no ha tratado de maniobrar en el Consejo Europeo contra Merkel desde febrero (cuando se encontró en soledad a propósito del presupuesto de la UE). A finales de mayo, una carta conjunta de ambos mandatarios propuso ideas como un presupuesto para la eurozona, un régimen de resolución de bancos, contratos de reformas económicas y un presidente permanente para el Eurogrupo (que agrupa a los países pertenecientes al euro).
Las autoridades alemanas confían en volver a poner en marcha el motor franco-alemán tras las elecciones generales, con un gran pacto. Francia aceptaría la idea de los contratos de Merkel -tendría que negociar reformas estructurales con la Comisión- y Alemania aprobaría un presupuesto modesto para la eurozona, con el fin de recompensar a los países que están llevando a cabo dolorosas reformas. Algunos alemanes creen que estos contratos serían el método más eficaz para que París hiciese esas reformas. Además, el pacto abarcaría un régimen de resolución bancaria, que el Gobierno francés está deseoso de implantar. Ninguna de estas medidas necesitaría modificar los tratados.
A pesar de su postura nueva y más suave respecto a Francia, a algunos alemanes les sigue preocupando que los franceses se aprovechen de que Alemania estaría dispuesta a hacer lo que fuera para mantener a Francia en el euro en caso de crisis y, por consiguiente, no hagan las reformas más difíciles. En tal caso, París se deslizaría poco a poco hacia la Europa del sur y a Berlín le costaría dirigir la UE por sí solo.
En la actualidad, la unión bancaria es una de las principales discrepancias entre Berlín y París. Schäuble quiere un régimen de resolución con una primera fase “basada en una coordinación real entre las autoridades nacionales; y unas medidas fiscales de apoyo que sean eficaces, incluido el Mecanismo Europeo de Estabilidad (MEE) como último recurso”. Por el contrario, la Comisión -respaldada por la mayoría de los Estados miembros, entre ellos Francia- quiere funcionar con un sistema centralizado que emplee un nuevo fondo de resolución. Los alemanes creen que la Comisión no podría actuar con rapidez para resolver la crisis de un banco y que, dada la escasa dimensión inicial del fondo, podrían tener que acabar pagando para limpiar los bancos de los demás. También alegan que la Comisión está haciendo mal uso de los tratados, al recurrir a un artículo sobre el mercado único como base legal de su propuesta.
Por el momento, los dos bandos están muy alejados. Pero las autoridades alemanas están convencidas de que la UE necesita un régimen de resolución que sea viable. Un posible compromiso, indica un funcionario, podría consistir en que Alemania aceptase a la Comisión como autoridad resolutiva, siempre que el MEE sea el respaldo. A Berlín le gusta el MEE porque lo dirige un alemán y tiene poder de veto sobre cómo se gasta su dinero.
Muchos políticos alemanes, devotos de una Europa federal, conservan cierto afecto por la Comisión Europea y el Parlamento. Pero los principales responsables se han vuelto muy críticos con ambos organismos. Dicen que el Parlamento tiene demasiado poder y está fuera de la realidad. Por eso, cuando se habla del nuevo método propuesto para escoger al presidente de la Comisión -la idea es que, tras las elecciones europeas de 2014, el partido con más escaños en el Parlamento designe a su candidato-, en Alemania sienten desconfianza. Temen que este método pueda desembocar en una poderosa alianza Comisión-Parlamento contra el Consejo de Ministros (en el que Berlín es fuerza dominante). Esa preocupación la sienten también destacados políticos alemanes. Sin la cooperación de Angela Merkel y su Partido Popular Europeo, a los parlamentarios seguramente les sería difícil imponer al presidente que deseen en el Consejo.
Los altos funcionarios se quejan de que en la Comisión falta experiencia económica, que elabora normas que interfieren mucho y que pasa demasiado tiempo pensando en su propio poder. Hace poco se sintieron irritados ante una directiva que prohíbe ciertos refrigerantes que se utilizan en el aire acondicionado de los Mercedes y que producen gases de efecto invernadero. Y se sintieron frustrados cuando la Comisión dio a Francia una prórroga para cumplir la norma presupuestaria del 3%, sin obtener antes ningún compromiso sobre reformas estructurales.
Algunos responsables alemanes están deseando implantar el MEE como alternativa a la Comisión para gobernar la eurozona. Reconocen que, en la actualidad, al Mecanismo le falta la experiencia económica necesaria, pero creen que, a largo plazo, podría convertirse en un Fondo Monetario Europeo. Piensan que, a diferencia de la Comisión, no está sujeto a presiones políticas. Sin embargo, algunos funcionarios del Ministerio de Exteriores son conscientes de que el Gobierno alemán está muy aislado en su deseo de atacar a la Comisión. Por ejemplo, Polonia -aliado importante de Alemania- suele defenderla. Por ese motivo, esos funcionarios opinan que ningún intento alemán de promover el MEE como alternativa llegará muy lejos.
Otro motivo de tensión entre Berlín y Varsovia es el Eurogrupo. Los polacos -como los británicos- quieren que el órgano fundamental de toma de decisiones en la UE siga siendo el Consejo de Ministros con sus 28 miembros. Les preocupa que el hecho de reforzar el Eurogrupo pueda perjudicar a los países que están fuera del euro, así como el mercado único. Algunos funcionarios alemanes están dispuestos a aceptar el deseo francés de que se desarrollen instituciones específicas para la eurozona. Pero Merkel quiere mantener la importancia de los Veintiocho, en parte debido a sus buenas relaciones con los primeros ministros de Polonia y Gran Bretaña.
Hace 12 meses, los alemanes eran claros partidarios de modificar los tratados; hace seis meses, esperaban sinceramente que fuera posible, pero reconocían que tal vez no lo fuera. Hoy piensan que, en un mundo ideal, la modificación de los tratados sería algo deseable, pero en general están hechos a la idea de que habrá que aplazarlo hasta dentro de mucho tiempo. El motivo es sencillo: el otro único Estado miembro que quiere cambiar los tratados es Reino Unido, lo cual significa que no hay ninguna posibilidad de que la UE en su conjunto lo apruebe.
Los máximos dirigentes dicen que, si se quiere un nuevo tratado, habría que negociarlo en 2016, porque los diversos calendarios de elecciones y referendos no permiten ninguna otra posibilidad. Cualquier nuevo tratado sería un cambio pequeño, quirúrgico, que no necesitaría un convenio (un buen modelo sería el pacto fiscal, el tratado de la UE no alcanzado el año pasado, que no necesitó que lo ratificaran todos los signatarios para entrar en vigor). Sin embargo, esos mismos responsables reconocen que es muy posible que no haya ningún nuevo tratado y dicen que la UE puede arreglárselas muy bien con los existentes. (Aún así, al Ministerio de Economía le gustaría una enmienda que refuerce la independencia del nuevo mecanismo europeo de supervisión bancaria, pero ese es un objetivo a largo plazo. Sus planes sobre un régimen de resolución no necesitarían ninguna enmienda en su primera fase).
El hecho de que Alemania renuncie a cambiar los tratados será una mala noticia para algunos conservadores británicos, que cuentan con que la UE necesite uno nuevo y, por tanto, una firma británica, para obtener a cambio ciertas concesiones -como la devolución de poderes- de sus socios. No parece probable que el Gobierno británico vaya a disponer de un arma así antes del referéndum que David Cameron ha prometido para 2017.