Hollande, los Alemanes y la union politica
Antes de convertirse en presidente de Francia, François Hollande no parecía estar muy interesado en la UE. Sin embargo, en su juventud fue un protegido de Jacques Delors, el gran europeo de la izquierda francesa, y su instinto es, en términos generales, europeísta. La llegada de Hollande al Elíseo no ha provocado cambios radicales en la política europea del país, pero sí está surgiendo una nueva estrategia. En comparación con Nicolas Sarkozy, el nuevo mandatario francés es menos hostil a las instituciones de la Unión, está más dispuesto a trabajar en estrecha colaboración con los Estados miembros del sur y, sobre todo, tiene más deseos de mostrar que Francia no sigue a ciegas los dictados de Alemania.
Hollande sabe muy bien que una relación sólida entre Francia y Alemania es indispensable para resolver los problemas de la eurozona, en concreto, y de la UE, en general. Pero, como dejaron claro varios responsables del Elíseo, del Ministerio de Finanzas y del de Asuntos Exteriores durante unas conversaciones recientes, el presidente desea una relación francoalemana más equilibrada.
Dichos responsables subrayan que el modelo Deauville de relaciones entre París y Berlín ha quedado descartado. En la cumbre francoalemana de Deauville en octubre de 2010, la canciller Angela Merkel obligó a Nicolas Sarkozy, entonces presidente francés, a aceptar el principio de que los elementos del sector privado poseedores de deuda soberana de países que necesitaran un rescate debían sufrir pérdidas. En una cumbre de la UE celebrada días después, la pareja Merkozy impuso ese principio a los demás líderes, que expresaron su temor de que pudiera desestabilizar los mercados de deuda soberana (que es exactamente lo que ocurrió). Hubo otras muchas cumbres en las que ambos dirigentes imponían las prioridades o retrasaban decisiones mientras consultaban uno con otro, lo cual creaba gran malestar entre los demás Estados miembros y las instituciones de la Unión.
Hollande comprende lo que empujó a Sarkozy a seguir, fielmente, a Merkel: la economía alemana llevaba varios años mostrando una conducta mejor que la francesa, sobre todo en costes laborales unitarios, empleo, comportamiento de las exportaciones y crecimiento, por lo que la relación estaba descompensada.
Por eso Hollande ha tratado de fortalecer de varias formas la posición de Francia frente a Alemania. Una de ellas consiste en llevar a cabo consultas sobre asuntos fundamentales con otros países -en particular con Italia y España- y la Comisión Europea. Sarkozy evitaba acercarse demasiado a los Estados miembros problemáticos, para que los mercados financieros no relacionaran a Francia con el sur de Europa. Pero Hollande no tiene ese reparo. En su primera cumbre, cuando se alió con el italiano Mario Monti y el español Mariano Rajoy, a los alemanes no les hizo gracia, pero ahora han visto -según los franceses- que les interesa que haya un sistema de liderazgo más integrador. Los colaboradores del presidente franés aseguran que no ha hecho ni va a hacer nada tan burdo como intentar reunir un bloque que se oponga a Alemania.
El segundo método de Hollande para reforzar la influencia de Francia es mantener los austeros objetivos fiscales que ha heredado, sobre todo limitando el déficit presupuestario al 3% del PIB en 2013. Algunos miembros de la Administración creen que esta medida y los objetivos presupuestarios aprobados por otros gobiernos de la UE -en parte debido a las presiones alemanas- son excesivos y contraproducentes. Sin embargo, dicen que París necesita respetar ese 3% para obtener credibilidad en Berlín. Piensan que, mientras el crecimiento económico para este año cumpla el 0,8% previsto, el objetivo es posible. Aunque en la actualidad se está haciendo hincapié en reducir el déficit mediante subidas de impuestos, en los próximos años, dicen, predominarán los recortes del gasto.
La tercera forma de elevar la posición de Francia es mejorar su competitividad. Fuera de sus fronteras, no se tiene la sensación de que el presidente y sus ministros estén especialmente comprometidos a hacer reformas económicas estructurales. Durante la campaña para las elecciones presidenciales, Hollande evitó hablar del tema. Pero algunos de sus principales asesores en París aseguran que el Gobierno está decidido a reducir los costes laborales unitarios y reformar el mercado de trabajo. Si las negociaciones actuales entre los interlocutores sociales sobre la reforma se rompen, dicen, el Ejecutivo legislará. Muchas administraciones francesas anteriores han declarado su compromiso de llevarla a cabo y luego han retrocedido ante las protestas de la población. Pero el equipo de Hollande afirma categóricamente que se va a mantener firme, y hay que reconocer que, durante los últimos 30 años, los gobiernos socialistas han sido más audaces a la hora de reformar que los gaullistas.
Después de unos comienzos difíciles con Merkel -que se negó a recibirle antes de las elecciones francesas-, Hollande tiene hoy una buena relación de trabajo con ella, dicen sus asesores. Aunque en las relaciones francoalemanas las personalidades importan mucho menos que los intereses, esta pareja puede acabar teniendo una amistad más afable que la de Merkel y Sarkozy. La adusta canciller, que tiende a actuar despacio y con cautela, y el voluble ex presidente francés, que es impaciente y aficionado a las iniciativas audaces, no eran de natural almas gemelas. Hollande, por el contrario, tiende a ser discreto y conciliador, igual que la dirigente alemana.
Los franceses aseguran que Hollande ayudó a convencer a los mandatarios alemanes de que variaran su postura sobre la crisis del euro. Por ejemplo, Merkel y Wolfgang Schäuble, su ministro de Finanzas, han mostrado su apoyo a Mario Draghi, el presidente del Banco Central Europeo (BCE), y a su plan de intervenir en los mercados de bonos con el fin de rebajar los costes de endeudamiento de los países periféricos (aunque a París le preocupa el hecho de que Jens Weidmann, el presidente del Bundesbank, que se opone al programa, está ganando la batalla de la opinión pública en Alemania). El Gobierno alemán también ha dejado claro que, como Francia, quiere que Grecia permanezca en el euro, por temor a las consecuencias de su marcha.
No obstante, sigue habiendo muchas tensiones entre París y Berlín. Los franceses apoyan las propuestas de la Comisión sobre un sistema de supervisión bancaria de la UE que vigile todos los bancos de Europa; los alemanes no quieren que entren más que los bancos más grandes y con negocio en varios países, sin darse cuenta, al parecer, de que muchos de los problemas de la banca europea surgieron en instituciones de pequeño o mediano tamaño. Alemania parece querer retrasar un acuerdo sobre la supervisión bancaria de la Unión pese a que el Mecanismo Europeo de Estabilidad (el fondo de rescate permanente que pronto entrará en funcionamiento) no puede ayudar a los bancos en dificultades hasta que el nuevo régimen supervisor esté en vigor. Además, el Gobierno alemán está aconsejando a España que no active el mecanismo de Draghi para intervenir en los mercados de bonos, tal vez porque tiene miedo a una votación en el Bundestag; los franceses opinan que es preciso utilizar el mecanismo pronto, para que los mercados financieros no dejen de creer en su fuerza.
A largo plazo, en las cuestiones de gobernanza de la zona euro también existe una enorme distancia entre París y Berlín. Los franceses no ven con buenos ojos la incoherencia de la forma de gestionar la eurozona: nadie está al mando y los Gobiernos no saben lo que se dicen entre sí unos y otros dirigentes. Quieren que el Eurogrupo (las reuniones periódicas de los ministros de finanzas de los Estados miembros del euro) proporcione ese liderazgo que falta, en parte, mediante el nombramiento de un presidente permanente y la introducción de las votaciones por mayoría. Pero a algunos alemanes les preocupa que un Eurogrupo más fuerte pueda erosionar la independencia del BCE.
Los franceses creen que, después de haber tragado la desagradable píldora del pacto fiscal -que pronto ratificarán- y, por tanto, haber cedido parte de su querida soberanía presupuestaria, Alemania debería estar más dispuesta a hablar de los eurobonos (la mutualización de la deuda europea), el seguro de depósitos paneuropeo y un régimen de resolución bancaria. Pero Berlín sigue diciendo no a esas ideas, porque costarían dinero.
Otro gran desacuerdo es el relativo al impreciso concepto de “unión política”, que va creciendo en importancia en la agenda de la UE. El 12 de septiembre, el presidente de la Comisión, José Manuel Durão Barroso, pidió una “federación de naciones-Estado” durante su discurso ante el Parlamento Europeo. Prometió una serie de propuestas para un nuevo tratado de la Unión antes de las elecciones europeas de 2014.
En Berlín se habla mucho de “más Europa”, de cambiar el tratado y de la unión política. Un grupo de reflexión dirigido por Guido Westerwelle, el ministro alemán de Exteriores, y con participación de los ministerios de Exteriores de otros ocho países, publicó el 17 de septiembre un informe sobre el futuro de la Unión. Proponía soluciones federalistas clásicas para los problemas de la UE: votos mayoritarios en política exterior, un papel más destacado para la Alta Representante para Asuntos Exteriores, un Ejército europeo, la elección del presidente de la Comisión, un Parlamento Europeo más fuerte y un nuevo sistema para ratificar los tratados (con el fin de evitar que los países pequeños mantengan bloqueados a todos los demás). Muchas de las propuestas del informe exigirían cambiar el tratado. Pero varios ministros que intervinieron en el grupo de Westerwelle se han desvinculado de algunas propuestas, y algunos gobiernos que no intervinieron han reaccionado con frialdad.
En París no existe ningún entusiasmo por el concepto de unión política. Aunque Francia sí participó en el grupo de Westerwelle -envió a un subsecretario, en lugar del ministro de Exteriores-, algunos responsables políticos hablan de él con desprecio. “Cuando la UE está en crisis, los alemanes tienen una reacción pavloviana y piden la unión política, pero no lo dicen de verdad”, asegura uno. Otro opina que Merkel no está de acuerdo con muchas de las ideas del informe Westerwelle y que los alemanes no saben lo que quieren con un cambio del tratado (en muchas otras capitales también hay escepticismo sobre el grado de compromiso de la canciller con el informe.
La negociación de un nuevo gran tratado de la Unión tendría que ir precedida de una convención sobre el futuro de Europa (“una pesadilla”, en palabras de un funcionario francés) y seguida de la ratificación en todos los Estados miembros, algunos de los cuales lo harían mediante referendos. Los franceses no tienen ninguna prisa por reabrir cuestiones institucionales. En palabras de un alto responsable: “La UE pasó la última década ocupándose de cambios institucionales y de tratados, cuando tendría que haberse dedicado a la agenda de Lisboa [sobre competitividad] y los defectos de gobernanza de la eurozona”. La principal prioridad europea, a juicio de Francia, debería ser arreglar el euro: los 17 países que lo utilizan deberían ponerse de acuerdo sobre las disposiciones que sean necesarias y permitir a otros que deseen incorporarse que participen después.
Algunas autoridades francesas creen que pueden aplazar un nuevo tratado de la UE hasta dentro de dos o tres años. Pero otros, sobre todo en el Ministerio de Finanzas, son menos reacios al cambio del tratado; saben que es imposible establecer un Eurogrupo más fuerte y un seguro de depósitos para toda la Unión con los tratados actuales.
A pesar de su desconfianza ante la unión política, los responsables franceses están reflexionando sobre el futuro de las instituciones de la UE. Son conscientes de que la creciente centralización de la toma de decisiones sobre la eurozona crea una mayor necesidad de democracia y responsabilidad. Algunos funcionarios hablan de un nuevo organismo formado por parlamentarios nacionales y europeos que pudiera aprobar los nombramientos más importantes y pedir cuentas a los máximos responsables de la zona euro, como el presidente del Eurogrupo y el órgano del BCE, que adquiera la responsabilidad de la supervisión bancaria. Esta idea es similar a una recomendación del informe Westerwelle, igual que la opinión de muchos responsables franceses de que los parlamentarios europeos de países que no están en el euro no deberían poder votar sobre cuestiones relacionadas con la moneda única.
En general, los asesores de Hollande y el ministro de Finanzas, Pierre Moscovici, son menos partidarios de la relación intergubernamental que los asesores de Sarkozy. Algunos ven con simpatía el Parlamento Europeo, aunque creen que en su forma actual no puede desempeñar un gran papel a la hora de gobernar la eurozona. Están menos deseosos que el anterior presidente de dar a los parlamentarios nacionales un papel en la toma de decisiones de la UE. Critican a la Comisión con menos saña que la gente de Sarkozy, aunque sí se quejan de la calidad de sus dirigentes y de su tendencia a inmiscuirse en detalles que deberían quedar en manos de los Estados miembros. Aceptan, aunque a regañadientes, que la Comisión debe cumplir un papel en la supervisión de las políticas económicas y presupuestarias de los 17 países de la eurozona. El enfoque relativamente comunitario de Hollande le aproxima más al pensamiento alemán tradicional que a las ideas gaullistas.
Hasta ahora, la nueva estrategia de Hollande respecto a Berlín -colaborar estrechamente con él pero sin ser su esclavo- parece estar dando buenos frutos. Ahora bien, a largo plazo, si quiere que la influencia de Francia en la UE sea similar a la de Alemania, tendrá que cumplir su promesa de impulsar la competitividad de la economía francesa.